BARTHES

 En los años sesenta del pasado siglo llegaron los estructuralistas con la maleta llena de nuevos fonemas y proclamaron la muerte del hombre, el fin del antropocentrismo. Las ciencias del hombre mataron al hombre y la literatura a los autores. El autor ha muerto, sentenciaron. En los libros es el lenguaje quien habla; el yo es algo externo. El verdadero pensamiento es el pensamiento del lenguaje, sostenían. El estructuralismo transformó las llamadas ciencias del hombre en ciencias de lo simbólico. ¿Ha vuelto el hombre? Parece haber indicios, porque el yo narrativo se abre camino. Las biografías, las memorias, el éxito de la literatura autobiográfica o autoficción, la necesidad de expresarse en primera persona parecen seducir al lector.

Aquel método de investigación estructuralista dio origen a una literatura y a una crítica literaria (discurso sobre el discurso). Roland Barthes, el más legible, brillante e ingenioso, el más escritor, aportó importantes contribuciones al estructuralismo. Si nos centramos en su obra bautismal, El grado cero de la escritura —discurso sobre las formas del lenguaje literario—, Mitologías —donde arremete contra la pequeña burguesía—, El placer del texto —el goce frente al entretenimiento—, el encendido Fragmentos de un discurso amoroso —la perversión subyacente— o el delicioso Roland Barthes por Roland Barthes —colmado de biografemas—, advertiremos la exquisitez del discurso estético del promotor de la nueva crítica.

Pese a contar con el respaldo de dos órganos de expresión, la revista literaria Tel Quel, capitaneada por Philippe Sollers, y Communications, publicada por la Escuela Práctica de Altos Estudios, en mayo de 1968 la práctica totalidad de los diarios franceses llegaron a afirmar que el estructuralismo había muerto. Las embestidas de Sartre dejaron al movimiento herido de gravedad. Hasta Cioran arremetió contra Barthes por su supuesta altanería. En su Cuaderno de Talamanca, del verano de 1966, el filósofo rumano llega al insulto: “R. B., el crítico de moda, con su cabeza de carnero; acabo de recordar sin razón alguna la carta que me envió como respuesta a mi prefacio a Maistre. ‘No he leído nada de usted…’. Pensaba que era un tipo más modesto. No hay nada peor que el orgullo disimulado bajo una jeta bovina”.

A Barthes los acontecimientos de mayo le impresionaron, algunos hechos le parecieron salvajes. Como intelectual, declarado marxista sin hacer ostentación, el de Cherburgo sabe de la obligación de rebelarse, sabe de la injusticia del orden social, de la desigualdad en el reparto de la riqueza, del proletariado industrial esclavizado por la máquina, de los medios de producción en manos privadas… Pero no cuenten con él para salir a la calle, pues le horrorizan las muchedumbres. Barthes detesta la virulencia del discurso militante, el dogmatismo. No es un intelectual de intervención política directa. Durante la rebelión sesentaiochista, al representante de la nueva crítica la actitud de los estudiantes le produce un formidable aburrimiento y se siente rechazado por ellos, que cuestionan todo el saber. Él se sitúa frente a la vulgaridad de los hechos y se convierte así en un sospechoso de laxitud ideológica. En una asamblea general del departamento de filosofía de la Sorbona se vota una moción que termina así: “Es evidente que las estructuras no salen a las calles”. El día después, en el pasillo de la sección IV de los Altos Estudios, aparece una gran pancarta con la siguiente leyenda: “Barthes dice: ‘Las estructuras no salen a las calles’. Nosotros decimos: 'Barthes tampoco”. Al teórico de la prosa se le atribuyó algo falso, se convirtió en blanco de los ataques cuando el día de la votación él estaba ausente, disfrutaba de su día libre, por tanto no tuvo nada que ver en la aprobación de aquella moción y mucho menos en la autoría de la desafortunada frase. Semejante falacia le acompañará un tiempo y durante sus desplazamientos para impartir conferencias él lo pasa francamente mal porque se siente despreciado.

Según su admirado Alain Robbe-Grillet, en los últimos años Barthes vivía obsesionado con sus demonios personales, estaba ofuscado por la idea de que él sólo era impostor; que había hablado de todo, tanto de marxismo como de moda, cine, música o lingüística, sin que nunca hubiera sabido nada realmente. Reconocía la imposibilidad del grado cero, en el que jamás creyó. Hace unos años Félix de Azúa, en este diario, tras haber vuelto a leer El placer del texto, aseguró no comprender cómo se tomó en serio semejantes trivialidades y parecía arrepentido de aquel prefacio que escribió para una selección de textos de Barthes titulado ¿Por dónde empezar? Pedante, afectado, coqueto… El novísimo no ahorró adjetivos. ¿Aquel nuevo saber fue todo un engaño?

En la actualidad, además de una cáfila de lacanianos que invitan a sus pacientes a acomodarse en el diván para escuchar “el discurso del Otro”, el estructuralismo ha caído en el olvido, apenas quedan vestigios de sus postulados. Ni una mesnada de rastreadores es capaz de dar con su paradero porque, contra toda creencia, no todo lo que dura es estructura.

J. Benito Fernández es biógrafo de Leopoldo M. Panero y Rafael Sánchez

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