AQUELLA ISLA
La protagonista de 'La chica del tren', la novela
de Paula Hawkins que arrasa en todo el mundo, recordaba con
nostalgia en las primeras páginas unas vacaciones con su marido. «En 2005
fuimos a un pueblo de pescadores en la costa del País Vasco. Por las mañanas,
nadábamos 800 metros hasta una pequeña isla de la bahía y hacíamos el amor en
ocultas playas secretas. Por las tardes, nos sentábamos en un bar y bebíamos
cargados y amargos gin-tonics mientras observábamos los partidos de fútbol de
veinticinco personas por equipo que la gente jugaba aprovechando la marea
baja».
Uno, claro está, inmediatamente se
pregunta cuál podía ser esa isla vasca «de ocultas playas secretas». En
principio, la tarea no parece difícil con las pistas que aporta Hawkins,
teniendo en cuenta que el litoral vasco no es precisamente pródigo en estos accidentes
geográficos.
Por de pronto, en la
costa vasca francesa brillan por su ausencia, si obviamos las cuatro rocas que
emergen del mar en la playa de Biarritz y que no resisten un examen mínimamente
riguroso. La primera auténtica isla que nos encontramos, recorriendo la costa
de Este a Oeste, es la de Santa Clara, en la bahía de La Concha de San
Sebastián. Pasando por alto el difícil encaje de Donostia como pueblo de
pescadores, y aunque apenas habría que nadar 300 metros para llegar a ella
desde los puntos más próximos en ambos extremos de la bahía, el recorrido
coincidiría con la distancia citada si se parte del puerto o los jardines del
Aderdi Eder; en cualquier caso, su única playa solo emerge en marea baja y
tiene poco de secreta, puesto que se exhibe impúdica ante toda la ciudad. En
verano es posible visitarla en barcos que llegan a su pequeño embarcadero cada
hora, ahorrándose la travesía a nado. Aunque está deshabitada, en el siglo XVI
la isla fue utilizada para recluir en ella a los enfermos de un brote de peste,
para mantener a la población donostiarra a salvo del contagio.
Seguimos ruta hasta Getaria para
toparnos con su célebre Ratón, así llamado por su inconfundible
silueta al recortarse contra el horizonte visto desde la costa de Zarautz. En
realidad dejó de ser una auténtica isla en el siglo XVI, cuando Getaria cerró
la lengua de agua que le daba tal carácter para construir el actual puerto y
sus dependencias. Su nombre oficial es el de Monte de San Antón, y es altamente
recomendable pasear hasta su cima para admirar las vistas. O para hacer el
amor, pero no en «ocultas playas secretas», abusando del pleonasmo.
Habría que llegar hasta Bizkaia,
y más concretamente a Lekeitio, para encontrar la siguiente isla.
La de San Nicolás, tambíén llamada Garraitz, es una isla a tiempo
parcial, ya que en marea baja pierde su condición al ser accesible a pie desde
tierra firme, ya sea vadeando con el agua a la rodilla -incluso sin mojarse en
mareas muy vivas- o caminando por el dique construido a través de la
desembocadura del río Lea para proteger al puerto de los depósitos fluviales.
Así que la chica del tren haría bien en consultar la tabla de mareas antes de
programar sus escapadas amorosas para evitar ser sorprendida por paseantes o
excursionistas en busca de karramarros. De un tamaño similar a la de Santa
Clara y a apenas doscientos metros del arenal de Karraspio, también carece de
playas propias -a lo sumo, cuenta con algunas pequeñas calas sumamente
incómodas para el propósito que cita Hawkins-. Y una curiosidad: podría decirse
de ella que realmente es una isla secreta y oculta, puesto que no hay rastro de
ella en los mapas de Google, aunque sí aparece en las fotos de satélite.
Compruébenlo si quieren.
Tampoco aparece en ellos
el siguiente candidato de la lista, un pequeño islote situado al nordesde de Ea,
pero tan pequeño, apenas medio campo de fútbol batido por las olas, que
difícilmente se le podría considerar isla. Por tamaño, inaccesibilidad e
incomodidad, queda también descartado.
Y llegamos a
continuación a las más cinematográfica de las islas vascas:Ízaro,
situada en la desembocadura de la ría de Mundaka, entre los cabos de Ogoño y
Matxitxako, tan familiar para quienes en los años de la Transición íbamos a ver
la última de Esteso y Pajares. Y es que, como símbolo de la desaparecida
distribuidora que llevaba su nombre, se nos mostraba al inicio de cada película
con una inconfundible melodía.
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