UMBERTO ECO

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/02/20/actualidad/1455951648_528798.html

Umberto Eco, en una imagen de archivo. 

Umberto Eco era una inteligencia imparable, un hombre imponente. Su memoria parecía una máquina nueva siempre, su discurso era a la vez apocalíptico, risueño e integrado; no dejaba que la melancolía que persigue a todo semiótico le rompiera la velocidad del pensamiento, y se reía del mundo a la vez que explicaba su podredumbre. Pasó así con su último libro, Número cero, una sátira redonda y picuda a la vez sobre el oficio del periodismo en tiempos de Internet. Él no escribía para entretener, sino para entretenerse, y no dejó nunca de inventar fórmulas para desmentir la solemnidad de los poderosos, en su país y en cualquier sitio, y de los lugares comunes, que fueron su bestia negra.
En ese libro, Número cero, integró algunas de sus columnas, que llamababustinas, para construir un fresco insolente pero real de los peligros a los que se asoma este oficio de explicar la realidad. El periodista puede ser corrupto sin saberlo y sabiéndolo, y puede ser sumamente farsante e ignorante, puede el poder utilizarlo y él puede utilizar al poder, y no necesariamente las nuevas tecnologías de que dispone van a mejorar su relación con las bases viejas en las que se sustenta el oficio. El resultado de esa mescolanza de imaginación y columnas incluyó a Mussolini y a Berlusconi en una especie de fresco divertido e inquietante que nosotros, los periodistas, no leímos con vergüenza ajena sino con la propia vergüenza de estar ante un análisis y un aviso del abismo que nos conmueve.
La salida de ese libro fue la última vez que vi a Umberto Eco, en su casa de Milán, el año pasado; otros años nos habíamos visto allí, una vez probándose, para Jordi Socias, el fotógrafo, un borsalino, y riendo y bebiendo whisky y tomando espagueti en su restaurante favorito, I Quattro Mori, al lado de su casa espaciosa, llena de libros bien ordenados, sentados ante una mesa para seis en la que estábamos tres; pero las manos de Eco, lo que desplegaba, era tan poderoso, su presencia, aparentemente asmática entonces, sus ojos atentos y vitales, que taladraban lo que tú le ibas diciendo, lo dominaba todo; necesitaba, como los grandes hombres imperiales, media mesa para él solo; a veces anotaba lo que le respondías a sus preguntas, sacaba las manos hacia delante como si se apoderara de ella, y cuando no anotaba sacaba su pañuelo grande y blanco para limpiarse el sudor abundante que marcaba su frente espaciosa. En ese momento, hace algunos años, hablábamos de Europa, de su porvenir, de los Erasmus, de la cultura sobresaltada de un continente que se estaba aislando a sí mismo creyendo que se iba a abrir, y había inventado una fórmula para seguir bebiendo whisky: probablemente el médico le había aconsejado que tomara menos whisky, o que solo tomara whisky si quería tomar alcohol. Y esa receta fue suficiente para que siguiera bebiendo whisky, en vaso corto, sin hielo, como si estuviera acompañando los espaguetis con una medicina.
Eso fue hace unos años. Esta vez, el último invierno de 2015, ya Umberto Eco bebía menos, reía menos, estaba sumido en el ensimismamiento de los que quizá piensan en una obra nueva, o en alguna melancolía no resuelta. Esta vez también fuimos a I Quattro Mori; y vinieron con nosotros su traductora española, su alumna Helena Lozano, que trabajó con él y compartió su risa y su enseñanza hasta el agotamiento, su ayudante Manuela Melato, y el esposo de esta, el pintor mexicano Fernando Leal. No era raro que en las comidas, desde siempre, Umberto Eco se ausentara de vez en cuando, sentado en la propia mesa, como si las luces de la semiótica y otras luces con las que miraba la vida le llevaran por caminos interiores, por vericuetos que consideraba complejos o intrincados. Entonces se callaba y nosotros seguíamos hablando, de gatos, sobre todo, pues Leal había descubierto asociaciones insólitas entre los mininos y su arte. Eco de vez en cuando regresaba al estrado de la mesa y apuntaba, corregía, señalaba elementos con los que completaba las metáforas del artista. Y luego callaba otra vez, pendiente de todo, pero lejos de todo en esos instantes.
En julio de ese año pasado un bromista agorero de no sé dónde anunció en la red de Internet, como si perpetrara una venganza, que había muerto Umberto Eco. Me alertó de la noticia, que luego fue rematadamente falsa, Milena Busquets, que desde niña se crio cerca de la presencia de Eco; su madre, Esther Tusquets, fue la editora española, la gran amiga del semiótico italiano; así que compartimos los primeros minutos de esa incertidumbre como si se tratara de la noticia imposible de la muerte de un familiar muy próximo; de hecho, Umberto Eco es, desdeApocalípticos e integrados, cuando nuestra generación estaba en la universidad, hasta este Número Cero, un filósofo de nuestra propia edad o naturaleza, un hombre de este tiempo que siempre fue lúcidamente contemporáneo, rabiosamente útil para poner a punto la mirada distraída que aconseja uno de sus más conspicuos amigos españoles, Juan Cueto, o para destruir los lugares comunes de la mala inteligencia. Era una luz que llevaba nuestra mirada adonde quisiera. Otro de sus seguidores más fieles, el español Jorge Lozano, lo atrajo muchas veces a la vida y a la realidad española, así que era Eco tan europeo, tan mundial y tan español que cuando lo veías o lo buscabas siempre tenía algo que decir de lo que pasaba aquí porque siempre tuvo algo que decir de lo que pasaba en cualquier sitio.
Era una mente poderosa; cuando publicó El péndulo de Foucault, que no tuvo la trascendencia popular insólita que alcanzó su genial divertimento mayor, El nombre de la rosa, decidió irse a descansar al lago de Como, rodeado de silencio y gimnastas ricos; pero él seguía su rutina, su whisky, su sudor pausado, su vida intelectual sanísima dedicada a la destrucción sistemática (y semiótica) de los lugares comunes. Para hacerlo, como nuestro Fernando Savater, como el ya citado Cueto, como Jorge Luis Borges, utilizaba apólogos o preguntas, y reía luego porque tú te quedabas sin palabras tratando de buscar por dentro el significado de las palabras que él ponía para que tú cayeras en los pozos abiertos por su inteligencia. Después reposaba, te miraba como si él se estuviera yendo, y seguía ahí, con su mano detrás del asiento, echado en los butacones como si estuviera respirando los pensamientos de un ensimismado risueño.
En aquel momento en que nos dieron la noticia falsa de su muerte creí que esa falsedad conjuraba cualquier susto así en el futuro. Pero ha muerto ahora, ha muerto Umberto Eco y he sentido que lo escuchaba reír solo cuando se quedaba ensimismado en I Quattro Mori. Un sabio que sabía todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir estudiando.

Casi 40 universidades de todo el mundo concedieron a Umberto Eco el doctorado honoris causa. Eso no honró a Umberto Eco, sino a todas esas doctas casas que, coincidentes en el legítimo afán de buscar referentes/asideros para afrontar la tormenta de un tiempo nuevo e incierto, dieron con este inmortal disfrazado de hombre, con este humanista travestido en duda metódica: desde Santo Tomás de Aquino hasta la Wikipedia y desde Kant hasta el grito de auxilio en defensa del libro de papel, pasando por los comics, el Medievo, la semiótica, la leyenda, el arte, la novela, la política y las masas —y por ende, el superhombre de masas, objeto de su bisturí incansable— la impronta de este verdadero caballero andante de la cultura en el más amplio espectro del concepto quedará grabada en la historia de lo escrito y lo dicho. Pocos como él, pocos como Umberto Eco en el devenir del tiempo que va desde Altamira y Lascaux hasta el troll cibernético-megalítico de los 40 caracteres.
Con los dedos de una mano hay que contar fiscales de la estulticia y la ignoranciatan solventes como él, tan trabajadores, tan insistentes en la preocupación por la estupidez y la patraña. Solo tenemos que releer El nombre de la rosa (1980), uno de los debuts literarios más conmovedores de la historia por su aparente costra de novela negra y su irremediable condición de tratado filosófico (más que pertinentemente trasladada al cine por Jean-Jacques Annaud y un Sean Connery que, más que Guillermo de Baskerville, parece Umberto Eco, para caer en la cuenta de ese empeño). Cuidado: son posibles múltiples lecturas —la narrativa, la filosófica, la moral, la histórica— , es un libro que acuña un género fascinante, el thriller medieval, pero también un pasquín revolucionario frente a los profesionales de la verdad absoluta, lleven en el macuto metralletas, biblias, coranes o banderas: “Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia”. Y de ahí, seguidito, a las cruzadas de los cruzados de uno u otro signo.
“El arte solo ofrece alternativas a quien no está prisionero de los medios de comunicación de masas” fue uno de sus gritos de guerra, proferidos desde debajo de un sombrero negro, desde dentro de un gabán negro, desde lo alto de un magisterio luminoso. Avisaba a navegantes, ya hace mucho, y no solo a navegantes, también a los políticos y a los periodistas, gremios que se creen/nos creemos infinitamente más de lo que son/somos. Solo el advenimiento de zarpazos lúcidos de pensamiento, de creación literaria o artística, de luz, de autenticidad, nos salvará contra tanta falacia, pactista o no.

Eco nos habla de dragones e islas ignotas, del Santo Grial y del país de Jauja, pero sin olvidar nunca a Fray Bartolomé de las Casas y Montaigne

Es el mundo en marcha de Umberto Eco, tejido en libros y tratados, en artículos y conferencias, incrustado por igual en la confesa nostalgia personal de Gutenberg y el reconocimiento de Internet como herramienta a domesticar… y aprovechar. Desde la Historia de las tierras y los lugares legendarios (una de sus últimas obras traducidas al español), Eco nos habla de dragones e islas ignotas, del Santo Grial y del país de Jauja, pero sin olvidar nunca a Fray Bartolomé de las Casas y Montaigne.
Los incunables y los beatos medievales que husmeaba y perseguía como un niño en ferias del libro antiguo por todo el mundo, los tebeos y el cine, la contemplación y el hedonismo… Aristóteles sí, Will Eisner también, los papiros, el eterno papel defendido a ultranza junto a su amigo Jean-Claude Carrière (imprescindible la lectura de Nadie acabará con los libros, 2010), la comida y la bebida, los amigos, los viajes. Todo contaba. Umberto Eco, a diferencia de tanto solemne con carnet, nunca tuvo problema —pero para eso hay que albergar un ingente bagaje humanista e infinitas dosis de humildad— para unir en el mismo puzle irresuelto aquello de la alta y la baja cultura. Él era un aristócrata de las dos. Y a la vez, un proletario de las dos.

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