GAMONEDA
EL TERRITORIO DEL NÓMADA |
Palomas en el desván
ESTE DICIEMBRE ACOGE EL CUMPLIMIENTO DE LOS 40 AÑOS DE LA PUBLICACIÓN DE DESCRIPCIÓN DE LA MENTIRA, DEL CERVANTES ANTONIO GAMONEDA (1931), UNO DE LOS HITOS LITERARIOS DE LA TRANSICIÓN, QUE BROTÓ A LO LARGO DE 1976 EN LA VEGA DE BOÑAR. . . divergente
El propio poeta contó, en el preámbulo a su antología Sólo luz (2000), cómo en un paseo de cavilación por el soto de Boñar, se le aparecieron «unas pocas palabras de timbre musical». Tenía entonces una casa conventual alquilada en La Vega, a la vera del Porma, hasta la que se acercaba los fines de semana con la familia en el tren de vía estrecha. En aquel lugar de sosiego, un Gamoneda severamente abatido por la perplejidad compuso Descripción de la mentira, que inaugura una poética singular y distinta en la lírica grupal española. No es una poesía de circunstancias, a pesar de su testimonio moral de la posguerra, porque no es figurativa ni tributaria de la realidad, sino que directamente la crea: sus versículos traducen la conciencia del autor en un largo poema trenzado en espiral con resonancias de salmodia. El conjunto, formado por 21 secuencias distribuidas entre hiatos de silencio, engarza el pálpito desolado de la memoria ante la perspectiva callada de la muerte. La conciencia del poeta se convierte en lenguaje, donde cristaliza su visión del mundo, de la experiencia individual y colectiva. El conjunto se organiza en movimientos que representan el vaivén de los recuerdos, encaminados hacia el sosiego de la muerte, que se representa como depositaria del resplandor y de la luz: «Sólo vi luz en las habitaciones de la muerte». Con ella dialoga «en los establos olorosos, hasta que lame dulcemente mis labios».
Durante años, Gamoneda, finalmente valorado como uno de los grandes de la generación del medio siglo, fue autor de un único libro, Sublevación inmóvil (1960), situado en la estela moral de Albert Camus. Abatido sin resignación. El tropiezo con la censura en los sesenta de Blues castellano (que en algún momento de aquella clandestinidad se llamó Actos, como recuerda Batlló, uno de sus fallidos editores) lo había depositado en una sabia contención, después de vivir unas laureadas mocedades de lírico floral. Gamoneda tuvo unos años triunfales en las justas festivas, hasta el punto de que el éxito le obligó a repartir estipendios con un sosias, que calzaba el esmoquin, acudía a los festejos, declamaba los versos, bailaba con la reina y le protegía las neuronas del bochorno. De aquella vertiente rimada rescató un libro modélico: León de la mirada (1979). Su reclusión en la provincia propició el desconocimiento de su obra en un paisaje poético pendiente de las alineaciones generacionales. Pero ni siquiera esa ignorancia logró sofocar el timbre de una voz singular y distinta a todas.
La revelación de Descripción de la mentira (1977) convirtió a Gamoneda en un autor exento y sin cuadrilla, cuya salmodia sobresale entre tantas poéticas intercambiables. Es la cantata versicular del Faulkner del Porma, a cuyo cobijo se alimentan las pulsiones de la memoria. La catástrofe de las ausencias, el clamor de la ruina. A unos pocos quilómetros, aguas abajo, de la Región benetiana.
En los años de su silencio poético, Gamoneda remitía la curiosidad impaciente de los allegados hacia las fichas de un relato en marcha, que iba creciendo como inventario de un tiempo estremecido. Los apuntes de aquel mazo dibujaron la topografía moral de la ciudad (en el libro de 1984, León, traza y memoria, compartido con Luis Mateo Díez y José María Merino) y más tarde surtiendo el lapidario de sus libros sucesivos. Al final, Descripción vio la luz en la colección Provincia. Y apenas tuvo eco, aunque peleó el Premio de la Crítica, para quedar a la zaga de un insignificante Ángel García López. Estuve en el debate de aquel jurado en Sitges y repaso ahora mi juvenil y bastante solitaria Crónica de un estrago moral, aparecida en Informaciones, hace 39 años.
A mediados de la década siguiente, el Premio Castilla y León de las Letras distinguió con acierto a Gamoneda entre Delibes y Claudio Rodríguez. Luego vino la antología de Cátedra Edad (1987), que obtuvo el Premio Nacional y canonizó una obra extraviada en los pliegues del exilio interior provincial. Lápidas (1986) muestra la atrocidad de la pobreza y siembra un mensaje que alcanza su plena expresión en Libro del frío (quizá su obra mayor, 1992) y Arden las pérdidas (2003), los pasos previos a la consumación de Canción errónea (2012).
En 1995, Libro de los venenos ilustra una variante compleja y seductora de su universo poético, cuyo vuelo sortea con solvencia las sebes de los géneros. Estos libros marcan las escalas de una escritura sometida con tenacidad a revisiones y mudanzas. Ese discurso de tono agónico, que dibuja la amargura de las claudicaciones, tiene como luminoso contrapunto Cecilia (2004), un poemario de salutación feliz. Desde los desvanes de la infancia, donde reposa su temprana orfandad, hasta la sabia contención del olvido, Arden las pérdidas (2003) es un libro unitario que recorre las acequias frías de la guerra y desvela las sacas de la memoria, descifrando los rostros ardientes y lejanos de sucesivas ausencias. Un año después, Gamoneda reunió infatigable en Esta luz (2004) su poesía completa, depurada y reescrita. Un armario lleno de sombra (2009) repasa la infancia del poeta, aquel tiempo menesteroso acuciado por los estragos de la penuria. El tumulto de los recuerdos se decanta en una prosa trabada con destellos de belleza perturbadora. No es recreo de lírico, sino el relato implacable de una memoria maltrecha y en trance de confidencia.
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