LA LABOR DE CHIRBES SEGÚN MARTA SANZ
El holograma de las
conquistas políticas y económicas se tradujo culturalmente en alegría de vivir, carpe
diem, cosmopolitismo, exotismo y amor por la peripecia. También se
hace omnipresente una extraña clase social que protagoniza las narraciones:
gente muy culta con un poder adquisitivo por encima de la media. La vuelta
hacia lo clásico, el pastiche, el revival y la deconstrucción
humorística de los géneros, las reinterpretaciones del eterno retorno derivadas
de la originalidad imposible, así como la fusión de lo popular y lo exquisito
que apunta en la dirección de relativizar los límites reales —de clase, de género—,
se reconocen en esa Nueva Narrativa que no era tan “nueva”. Una vocación de
felicidad a ultranza —decían que la merecíamos después de la represión
franquista y el izquierdismo “casposo”— marcó los relatos.
En aquella época, Chirbes era un escritor semioculto, a punto de ser
tragado como el perro de Goya. Más que el famoso ego, a ciertos
escritores lo que les duele son los agravios comparativos y la convicción de
que el reconocimiento de propuestas valientes, la culminación del proceso
comunicativo que toda literatura exige, resulta difícil en una realidad
sistémicamente perversa. Chirbes era un hombre tocado por un resentimiento
fructífero —hay palabras con una mala fama inmerecida— que le llevó a
reflexionar sobre la literatura para abordar un proyecto corrosivo y sensible,
piadoso y hosco, poco complaciente, en un campo literario que había asumido la
faceta blanda de la posmodernidad olvidando su faceta política y estéticamente
poderosa: la crítica al lenguaje y a sus caligrafías como construcciones
permeables al poder.
Los disparos del cazador. En esta novela publicada en 1994 se
concentra el pasado y el futuro de la obra de Rafael Chirbes: un hombre
enriquecido durante el franquismo se revuelve contra el desprecio de su propio
hijo. Una obra maestra de 150 páginas que hace dos años Anagrama —su editorial
de siempre— reeditó en un volumen junto a La buena letra.
La larga marcha. En 1996 se publicó esta ambiciosa “novela de formación”, la primera
escrita por Chirbes en tercera persona, que retrata sin paños calientes la
posguerra y la lucha antifranquista. El prestigioso Marcel Reich-Ranicki dijo
en televisión que era el libro que necesitaba Europa y consagró para siempre a
su autor… en Alemania.
Crematorio. Un año antes de
la gran crisis económica de 2008, Chirbes publicó este retrato coral de la
España del pelotazo. Es su obra maestra absoluta y una de las grandes novelas
en español de los últimos tiempos. En 2013, recogió los restos del naufragio en
la descorazonadora En la orilla, que ganó el Premio Nacional de Literatura y el
de la Crítica. Antes de morir había entregado a su editor París, Austerlitz.
Javier Rodríguez Marcos
Javier Rodríguez Marcos
En el caldo de cultivo
de la “amenidad divertida”, el cervantismo desgrasado y la literatura de
género,Chirbes, afortunadamente, lo hizo todo al revés:
no utilizó el pasado como lugar donde se reproducen nostalgia y melodrama, sino
que lo convirtió en el punto donde se perpetran las historias de la Historia y
habló del deslumbramiento por la buena letra, por la megafonía del poder, de la
que son víctimas esos vencidos que se han quedado sin posibilidad de hacer
percutir, como arma, su voz.
En el marco de una
posmodernidad a menudo más sectaria que las ideologías de las que abomina,
Chirbes se enfada ante la recuperación de Jünger y, sin caer en el casticismo,
rehabilita en sus ensayos —El novelista perplejo— y en sus
narraciones fuentes de la literatura hispánica injustamente desterradas de
nuestro imaginario. Volvió a Galdós y a Max Aub, practicando un realismo que no
olía a caldo de gallina ni siquiera en sus novelas más convencionales, comoLa
larga marcha, con la que empiezan a mejorar sus relaciones con el
público lector. Sin embargo, la máxima expresión de esa búsqueda que trasciende
los códigos decimonónicos está en las polifonías devastadoras de Crematorio y En
la orilla.
En tiempos donde el
valor social llega con la desideologización, Chirbes encarna una figura
aparentemente imposible: la del escritor marxista que a la vez es un escritor
comprometido con la belleza y la violencia de cada palabra. El impulso de su
literatura no es solo ético, sino también estético. No es solo ético, sino
también político. Al plantear las grandes preguntas no escatima la crítica a
ras de tierra. Frente al prejuicio de que la ideología explícita —de la
implícita voluntariosamente invisibilizada estamos rodeados— ensucia la
verdadera literatura, Chirbes recurre al marxismo como lente de aumento. Su ideología no le ató las manos ni mermó su capacidad
como escritor, sino que le ayudó a mirar para desvelarnos dónde se
encuentra la boca del lobo. Le ayudó a encontrar las palabras y, frente a la
anorexia y la levedad verbales, a conseguir que en sus voces resonaran
espeleológicamente las voces de la Historia. Contra la ligereza y la mayonesa light —por
deformación profesional se dio cuenta de que la nueva gastronomía simbolizaba
el concepto capitalista de creatividad— opuso el peso específico de una
solemnidad de nombres acabados en -ón que retumba dentro de
nuestra caja torácica al acabar de leer sus novelas: Revolución, Transición,
Traición.
Chirbes no mató al
padre, sino a Los viejos amigos, y acotó la imposibilidad de
la buena conciencia de una generación que, obnubilada en una fantasía insalubre
de bienestar, se lavó las manos, olvidó sus orígenes, principios y buenos
propósitos. Y se vendió para construir un mundo en el que ya era imposible no
hacerlo constantemente. La corrupción se asume con naturalidad en la moral
pública y comienza a formar parte del ADN. Chirbes escarba en las grietas de lo
que algunos llaman el régimen del 78, pero sin renunciar al concepto de clase.
Traza un círculo con rotulador rojo sobre los responsables de la crisis,
sabiendo que casi todas las responsabilidades recaen en el lado de quienes
detentaron el poder en la época del felipismo, sentaron las bases para inflar
las burbujas y profundizaron en la brecha de la desigualdad.
Encarna una figura aparentemente imposible: la del
marxista comprometido con la belleza de cada palabra
Se atreve al pesimismo
vitriólico en la época del prestigio del pensamiento positivo, el
emprendimiento, la crisis como oportunidad y las escuelas de liderazgo. De la
literatura como sana, sana, culito de rana. Se atreve con la prosa de aliento
largo, la elasticidad de la sintaxis y el relieve geológico de la semántica, en
la era de la velocidad, el fragmento y el modismo anglosajón que crea
comunidades. Frente al culturalismo ornamental, la endoliteratura y la condena
de que no exista nada más allá del lenguaje y sus juegos,Chirbes hurga en las aristas dolorosas de la palabra y
por debajo de sus uñas. Su singularidad desencadenará apropiaciones de su obra
que reblandecerán su mirada. Lo tergiversarán, y dicha tergiversación será
sintomática de la trascendencia de su propuesta en un contexto de crisis que ha
hecho de él uno de los escritores más influyentes para generaciones futuras.
Estuve años sin
tratarlo. Una vez me llamó por teléfono para agradecerme que una novela mía
comenzara con el personaje de un obrero con las botas sucias. Corría el año
2003 y la novela de la crisis aún no era “tendencia”. Le interesaban estas
cosas, cómo escribir sobre estas cosas, la escritura de lo que duele o de lo
que no se tiene ganas de ver. Últimamente nos habíamos reencontrado. Escribió
un prólogo magnífico para otra de mis novelas. Se sentía inquieto ante una
posible retirada de Jorge Herralde. Hablábamos por correo electrónico de lo
mucho que nos gustaban, a él, Olivia de Havilland y, a mí, Joan Fontaine; de
literatura, política, de Ruiz Gallardón, el paisaje de la Marina Alta y Baixa,
el marjal de Pego y los fantasmas del pantano.
Marta Sanz es escritora. La
reciente reedición de su novela Lección de anatomía (Anagrama) lleva un prólogo
de Rafael Chirbes.
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