UN ADIÓS
Hay
estupor y tristeza al enterarse en una tarde de sábado silencioso de agosto que
acaba de morir Rafael Chirbes. A uno le cuesta todavía pensar que la muerte
pueda llevarse así a personas que conoce y que son más o menos de su edad, a
las que ha visto hacerse al mismo tiempo que se hacía uno, dedicarse al mismo
oficio, ir escribiendo libros a lo largo de los años. De todos los que
empezábamos a publicar novelas hacia finales de los ochenta, Rafael Chirbes era
el que tuvo desde el principio una vocación más recta, una presencia literaria
y personal más invariable. Otros tanteábamos posibilidades narrativas diversas,
incluso a veces impostábamos la voz, llevados por un impulso de búsqueda que
podía estar contaminado por la moda, por los aires de época. Rafael Chirbes,
desde que irrumpió conMimoun,
adoptó una manera de escribir y de estar en el mundo que resaltaba doblemente
por su integridad y su discreción. La memoria literaria es tan corta en España
como la política, de modo que no hay nada más fácil que inventarse pasados a la
medida de las conveniencias del presente. Por eso habrá que recordar que el
Rafael Chirbes que tuvo tanto y tan merecido éxito con las novelas
testimoniales de los últimos años venía ejercitando las mismas convicciones
estétivas desde unos tiempos, no tan lejanos, en los que podían provocar
indiferencia y hasta desdén.
No me
refiero solo al filo de denuncia social de sus novelas, sino a una concepción
completa de la literatura. Chirbes tenía, desde el principio, una idea de la
novela como narración honda de la vida humana enraizada en su tiempo: No un
juego postmoderno de broma ingeniosa o autoindulgencia narcisista, pero tampoco
reportaje ni crónica, sino construcción soberana hecha de estilo y de habla,
empeñada en contar lo que quizás sabe contar mejor la novela, el modo en que
las vidas y las conciencias se hacen en el tránsito de unos tiempos a otros,
los lazos muchas veces ocultos que conectan el pasado y el presente. Ahora no
se recuerda, pero la victoria del Partido Socialista en 1982 y sus largos años
de gobierno propiciaron la celebración de un presente al parecer cegador de tan
luminoso que volvía inapropiada cualquier mención del pasado. En los tiempos de
la Expo de Sevilla y de la Olimpiada de Barcelona mirar atrás, políticamente o
literariamente, o empeñarse en ver los filos sórdidos de la época, o su dosis
de espectáculo y fantasmagoría, no estaba de moda. Tal vez por eso las novelas
que publicaba entonces Rafael Chirbes tuvieron menos resonancia de la que
merecían: a algunos críticos le parecían rancias, anticuadas, culpables de ese
realismo al que enseguida llaman galdosiano.
Libro a
libro, Chirbes construía un mundo, reconocible para muchos de nosotros, pero
que él hizo, ejerciendo la potestad suprema del novelista, exclusivamente suyo.
Sus límites no eran geográficos, sino temporales: el mundo de las novelas de
Chirbes es el de los que fueron jóvenes al final de franquismo y participaron
en la resistencia clandestina, y quedaron para siempre fijados en una escisión
en el tiempo: hacia atrás alcanzaban el recuerdo de la pobreza y la
persecución, testigos y herederos de la generación devastada por la derrota
republicana en la Guerra Civil; hacia adelante, sus vidas se proyectaban en el
choque entre lo deseado o esperado y lo vivido, entre la claudicación a la
indignidad o al cinismo y la persistencia de las lealtades, su descrédito
lento, vinculado al declive personal, al aprendizaje del paso del tiempo.
El único
patrimonio de un novelista es su experiencia íntima y completa de la parte del
mundo que el azar de su biografía le ha hecho accesible. Esa experiencia Rafael
Chirbes la transmutó en personajes y en historias de una variedad, una hondura
y una ambición que parecen más propias de otras épocas en las que la novela era
la forma suprema de la expresión de lo real. Él mismo explicó con admirable
precisión sus ideas sobre el oficio en dos libros excelentes de ensayos. La
intensidad sintética de las primeras novelas se fue volviendo más abarcadora y
expansiva con el paso de los años. La construcción y el estilo los cuidó tantos
en sus novelas de cuatrocientas páginas como en las de cien. A su manera
austera y algo áspera estoy seguro de que disfrutó de ese éxito que él no
habría hecho nunca nada por cortejar.
En su
trato había una ternura sobria que se parecía a la que se respira entre algunos
personajes de sus novelas. De vez en cuando nos intercambiábamos cartas a la
antigua, con sobre y sellos, manteniendo la costumbre de nuestros primeros años
de lecturas mutuas y atentas. Llevaba tiempo sin verlo, y nos encontramos
brevemente en la Feria del Libro de Madrid, el año pasado. Nos dimos un abrazo
entre el barullo y el polvo. Nos despedimos quedando vagamente en vernos y ya
no pudo ser. Quién imagina que un abrazo normal puede ser una despedida para
siempre.
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