LUIS GOYTISOLO Y EL CANÓN
Es curioso, muy curioso: para determinados críticos y
profesores el panorama de la literatura española que estudié en el bachillerato
sigue, en lo sustancial, tan vigente hoy como entonces. Una postura que se
mantiene asimismo en más de un departamento de español de universidades
situadas en otros países. A grandes rasgos, dar como actual lo escrito hace
alrededor de un siglo.
No es que novelistas como Baroja y Valle Inclán no me
gusten. Lo que quiero decir es que resulta absurdo darlos como actuales si ya
entonces sus novelas eran más propias del siglo XIX que del XX, coetáneas, por
así decir, de las de Galdós y Clarín. Recuerdo lo que me gustó en su díaEl
laberinto de las sirenas, por ejemplo; claro que por aquellos días aún
no había leído La regenta, sin duda la obra cumbre de la
novela decimonónica española. Las novelas de Baroja y de Valle Inclán son
equiparables por sus rasgos narrativos no ya a las de un Flaubert o un Dickens,
sino incluso a las de Stendhal. Mientras que la novela que ya en el siglo XX se
escribía fuera de España nada o poco tenía que ver con la narrativa
decimonónica. Así, Proust, Joyce, Faulkner, Kafka, coetáneos de Azorín, de
Baroja, de Valle Inclán.
Algo similar, aunque mucho más atenuado, sucede con la
poesía. Entrado el siglo XX aparecen en España grandes poetas y grandes obras:
Machado, J. R. Jiménez, Cernuda, el Lorca de Poeta en Nueva York… Pero
todos ellos se mantienen al margen, como si nada hubiese pasado, de la gran
revolución de la lírica que en los últimos decenios del XIX supuso la poesía de
Rimbaud, de Lautréamont, de Mallarmé, que anticiparon no ya la lírica sino
incluso aspectos de la narrativa del siglo XX. Cambios de forma y de fondo que
propiciaron los ismos, un fenómeno —es cierto— más relevante por la voluntad de
cambio que representa que por su calidad; pero el caso es que el único poeta de
verdadero relieve en lengua española afín a esos movimientos es el chileno
Vicente Huidobro. Y, al margen de tales ismos, hay sin duda una gran poesía del
siglo XX, la que representan Paul Válery, Ezra Pound o T. S. Eliot, cuya Tierra
baldía constituye probablemente el punto culminante de esa poética.
¿Y qué decir del ensayo, el pensamiento, la filosofía?
Azorín fue fundamentalmente un estilista, al que hay que agradecer el haber
puesto punto final a las extravagancias cursilonas del preciosismo. Y
en cuanto a Ortega o Unamuno, son sin duda pensadores de altura, pero su obra
se pierde en el mar de grandes figuras y tendencias existentes en la práctica
totalidad del pensamiento europeo.
La mitificación producida respecto a la literatura
española anterior a la Guerra Civil es evidente. Y ahí, en ese punto de
referencia que es la Guerra Civil, puede estar la clave del fenómeno. Hay que
tener en cuenta que hasta bien entrados los años 50 todo lo anterior a la
Guerra Civil era sinónimo de excelencia. Una comida “de las antes de la
guerra”, una fiesta “de las de antes de la guerra” o, simplemente, “de las de
antes”. Los años de la inmediata posguerra fueron sin duda de una gran aridez
en todos los terrenos, hasta el punto de que con frecuencia se olvidaba la
crispación social y la violencia cotidiana que caracterizaron el periodo
inmediatamente anterior, no precisamente idílico. El caso es que ese “antes”
añorado, en contraste con una realidad cultural que sólo aquí y allá empezaba a
dar tímidos síntomas de recuperación, tuvo también sus repercusiones en el
ámbito de la creación literaria. Es decir: para literatura, nada como la de
antes. Un planteamiento que convertía a ese periodo literario en poco menos que
una réplica del Siglo de Oro.
Y sin embargo, en una fase aún más o menos dura de la
posguerra, había dado ya comienzo la renovación. Porque si La colmena nos
remite a Dos Passos —no el Pascual Duarte—, los primeros escritos
de Ana María Matute nos hacen pensar en Carson McCullers. No obstante, la
verdadera renovación se sitúa entre los comienzos de los 60 y finales de la
década de los 70, coincidiendo con los llamados planes de desarrollo y la Transición.
Una coincidencia que en cierto modo dificultó su reconocimiento, ya que para
muchos no era posible que bajo una dictadura como la de Franco florecieran las
letras. Una idea de lo más equivocada, ya que el franquismo actuó precisamente
a modo de acicate, de revulsivo, no menos en el ámbito de la creación literaria
que en el de la actividad política clandestina.
Si ese impulso renovador era tan evidente, ¿por qué
los guardianes del canon lo pasaron por alto como si no acertaran a percibirlo?
Pues precisamente porque rompía con lo establecido, con ese canon; porque los
nuevos planteamientos tanto en el ámbito de la narrativa como en el de la
poesía eran vistos como algo ajeno a la tradición propiamente española. Lo que
hizo que esos nuevos novelistas y poetas, apreciados de inmediato por la
crítica más despierta tanto española como extranjera, siguieran al margen del
canon. La coincidencia así en el tiempo como en el espacio con el llamado boomde
la literatura latinoamericana —cuyo epicentro hay que situarlo en Barcelona— no
hizo más que facilitar las cosas: los inventos, para elboom; lo
propio de España era lo tradicional. Un dogma similar al de la España negra de
Buñuel, que con tan poca fortuna han mantenido vigente algunos de sus
discípulos.
Por otra parte, en torno a los 80, se fue implantando
con éxito un nuevo tipo de novela que, debido a su amplia acogida, despertó más
respeto que rechazo: la novela de gran público, el best seller, un
producto más relacionado con el éxito de ventas que con la calidad literaria, y
que sin duda ha contribuido a oscurecer la aparición de más de una obra de
autores de verdadero talento publicada simultáneamente. Un tipo de narración
que ha existido siempre, pero sin la pretensión no ya de ser equiparada sino de
suplantar a lo que hasta ahora se ha entendido por novela. Su principal
característica es que “te atrapa”. Y, bueno, será que no me atraen los cebos ni
los anzuelos pero el caso es que se trata de algo por lo que nunca me he
sentido atraído. Con leer las primeras líneas, las últimas y alguna página
abierta al azar de la, por lo general, voluminosa novela, tengo bastante.
Claro que cada uno tiene sus gustos, y en lo que se
refiere al cine, pongamos por caso, y por cambiar de género, tampoco me
identifico con algunos de sus mitos más extendidos. Así, nunca he comprendido
la admiración que suscitan determinadas películas, Casablanca por
poner un ejemplo. Y me gusta Ciudadano Kane, pero no así la
mayor parte de las películas de Orson Welles, que como actor me parece
horroroso. Vamos, que no lo considero a la altura de Kubrick o de Bergman o de
Fellini. Y en cuanto a las series televisivas, pues tampoco me gusta Juego
de tronos, de la que nunca he podido aguantar un solo episodio. Para
el caso, puestos a elegir, me quedo con los golpes de humor de Big Bang
Theory.
Luis Goytisolo es escritor.
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